Fanny Moisseieva

MI SUEÑO LETARGICO DE NUEVE DIAS

SEGUNDA PARTE

Mis visiones del Proximo Juicio Universal

 

0 Volviéndose a mí, mi compañero me advinió que se acercaba el momento en que debería ver lo que ocurrirá, inexorablemente, dentro de un número indeterminado de años. Y despues de sus palabras se apoderó de mí un sueño profundo, un sueño maravilloso. Me dormí aun estando ya en el sueño letargico. Durante este sueño se me presentó nuevamente mi compañero y dijo:

«Vendrá el día del juicio -tú, testimonio vivo-, mira de nuevo atentamente, recuerda todo. ?Que pasará en los días del Juicio Universal? El espíritu del mal apagará en los corazones humanos el úItimo destello de la fe, colmará las mentes de inútiles vanidades y cambiará los sentimientos en piedras inanimadas. Los pueblos, disolutos, estarán descontentos de todo, no tendrán ya confianza uno del otro, no existirá ya verdadero amor y perecerán los que dirigen el mundo. !Levántate y mira!»

Y yo vi una gran ciudad en la que tenía lugar una gran batalla. Los hombres rompían todo, destruían y con odio feroz se mataban entre sí. De pronto, un terrible aullido rompió el aire y recorrió por el espacio, mientras un repentino, fortísimo terremoto, sacudió la tierra. La gente se echó a las calles y el tumulto calló tanto como fuene y terrible había sido antes; el trueno continuaba zumbando con siniestro presagio, el cielo se había oscurecido y uno a uno todos los ruidos se confundieron con el silbar del viento.

Los hombres miraban el cielo tempestuoso, silenciosos e inquietos, con el corazón presago de terribles desgracias, y mientras 1 el huracán destrozaba y transportaba por las calles sus trofeos.

Así había llegado la hora terrible, llenando de espanto a todas las almas, mientras el cielo se había vuelto sanguinoso y llameante por los rojos resplandores de los relámpagos. Despues la purpurea boveda se oscureció. Negras nubes envolvieron todo y descendió sobre todo una sombra impenetrable. Las estrellas perdieron su luz. Todo estaba lleno de un misterioso espanto y de inquietud. No se oía el más mínimo soplo de viento, todo estaba inmóvil, sobre la tierra muda, como un gigantesco toldo, cayó la noche negra y el silencio era pavoroso.

Pero no pasó ni siquiera una hora y ya los hombres se habían habituado al amenazador aspecto de la naturaleza. Sobre la tierra reanudó la vida su ritmo apresurado: los restaurantes, los teatros y todos los otros lugares del jolgorio estaban llenos de una multitud frívola. En las Bolsas se jugaba febrilmente y se creaban riquezas para perderlas una hora despues. Los vicios más innobles, los placeres más perversos y más impíos alegraban la vida. Sólo en las catedrales severas, pensativas, pero desiertas, se cumplían los ritos.

Lanzada a la vana vorágine de las pasiones y de las preocupaciones, la gente olvidaba la salvación del alma; y mientras las calles estaban llenas de mil rumores, reinaba en los templos un silencio solemne y piadoso.

De pronto un fuerte relámpago rompió nuevamente las tinieblas y todo el cielo, rodeado de mil llamas, se encendió otra vez. Ardieron las casas y en todas partes llamas altas surgían. Todo el mundo era un inmenso incendio, todo destruía el huracán y el viento con sus torbellinos quemaba y dispersaba escombros y hombres como mezquinas plumas. La gente buscaba en vano salvación, rogando y suplicando temblorosa se lamentaban las selvas descuajadas. 2 Y la enorme vorágine en su carrera arrancaba a las madres, locas de espanto, sus hijos y los levantaba en alto, entre las nubes...

Y yo vi cómo Cristo mismo conducía a aquellos niños al cielo y cómo ellos subían lentamente a lo alto sin que nadie los viese de la tierra; había niños de todo pueblo y toda raza y todos cantaban un himno de gloria al divino Cristo.

Despues que Cristo subió, cayó sobre la tierra una lluvia de sangre; ríos y mares se cubrieron de olas espumosas y chocaron contra los escollos las naves a las que no se concedía ninguna salvación. Palacios y casas crujieron por todas partes y de los escombros salían voces y gritos que invocaban lastimosamente ayuda. Y del mar, como enemigos ansiosos de estragos, llegaban las olas que rompían con el hervor de las aguas tumultuosas los diques y los puentes.

Toda la gente fue arrastrada por este huracán y reunida en un solo lugar, sobre los continentes reunidos, allí donde Dios debía descender del Cielo para el gran juicio. Pero el gran cataclismo no confundió a pueblos e idiomas; toda la gente conservó su sitio.

II

Y sobre la tierra cayó un gran silencio: todo calló y se recogió en la espera del futuro. Los creyentes sentían que se acercaba el día del juicio; entre las tinieblas reinantes por todas partes empezaron a encenderse fuegos alrededor de los cuales se agrupaba la gente para saber el pensamiento de los otros, pero en vano. Nadie sabía decir si en todas partes de la tierra se esperaba temblando así o sólo en aquel lugar se esperaba amenazador el cielo.

En todas partes, entre las ruinas de los comercios vagaban 3 ladrones provistos de linternas saqueando las mercancías abandonadas, vinos, pieles, vajilla preciosa. Como río corría el vino saqueado y cada vez más ruido se formaba alrededor de los fuegos; por fin, vencidos por la codicia, los borrachos se dieron nuevamente a la rapiña entrando en las casas semidestruidas o desienas. Otros, en cambio, más depravados, saciaban sus perversos deseos sobre las mujeres y sobre los niños y no había en sus ojos ni piedad ni arrepentimiento. En todas partes se oían sólo gemidos, llantos, gritos y nefandas canciones.

El gran incendio se había apagado; en la plaza, en cambio, bnllaba todavía otra hoguera encendida, en torno a la cual las turbas se juergueaban entre blasfemias y gritos obscenos. Junto a los muros de una catedral otra multitud, borracha y licenciosa, gritaba canciones impías mientras mentirosos charlatanes hablaban al son de copas cristalinas. El mal triunfaba.

Sin embargo, el destino se realizaba. . .

Alguno oía su corazón latir oscuramente, oprimido por un vago presentimiento: las almas sentían la aproximación de un misteno, y muchas, en medio de aquella alegría, estaban tristes. Sólo aquellos que eran puros y justos a los ojos de Dios no temblaban de angustia, sino que estaban colmados de gozo.

De repente junto a mí se oyó una voz: la voz de mi compañero, de nuevo, incomprensiblemente, aparecido, no se cómo.

«?Por que tan triste? Yo he estado en los cielos durante todo este tiempo. Allí arriba todo está dispuesto para el instante supremo y Cristo dicta su sagrada voluntad: ahora tú verás realizarse el gran misterio. Pero no temas: aquí no se debe temer; no será más que una visión y muy pronto la mañana radiante hará desaparecer a la oscura 4 noche».

Alrededor en tanto, entre las gentes, continuaban las orgías, entre impúdicas canciones, entre griterío y ruidos de toda clase. Aquí y allí, con los instrumentos robados, se formaban improvisadas orquestas, invitando a la danza. Por todas partes discusiones, blasfemias, risas. Nadie pensaba que esta debiese ser su úItima hora. Pero mientras tanto apareció en el cielo un mensajero al lado del Altísimo y resonó la voz, a traves de la resonante trompeta angelica:

«Salid, oh justos, y gozad: viene para vosotros el premio. Pero vosotros, oh pecadores que habeis despilfarrado la vida, sabed: ha llegado la hora del juicio!».

Un estremecimiento agudo apretó los corazones, que se arrepintieron -pero jay!-, demasiado tarde de su poca fe. Todos, como fascinados, miraban a lo alto: terrible y majestuoso era el ángel anunciador, áspero y sonoro era el sonido de la trompeta, tanto que callaron como por encanto todos los ruidos. Y desapareció el arcángel amenazador: el cielo quedó suspendido, silencioso y oscuro, sobre la tierra.

Y he aquí que un segundo arcángel bajó volando, con el evangelio en la mano, anunciando: «! Se ha cumplido!». Detrás de el venía un tercero, mientras que en medio de ellos apareció luciente un cáliz anunciador de la luminosa Alba.

Así se desveló en toda mente el eterno misterio y todas las dudas cayeron viendo el alto poder de la Providencia. En el cáliz transparente, como llama, ardía la sangre roja, esa sagrada sangre que fue el rescate de los humanos pecadores.

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III

Del cáliz resplandeciente descendieron tres rayos limpidísimos que se separaron en tres direcciones distintas como caminos y no se sabía a quien fuesen destinados. Y he aquí que reapareció el tercer arcángel y se detuvo al lado de los otros, junto al sagrado cáliz. Uno de ellos tenía el evangelio, el otro la trompeta, y el tercero, inmóvil junto a ellos, estaba con las alas abiertas.

En este instante resonaron en los aires inmóviles suavísimos acordes de invisibles instrumentos y esta dulce música invadió todos los corazones. Presagiando la próxima venida de Cristo, todos los hombres se pusieron en pie temblando. Entre las nubes aparecieron rostros radiantes de bondad: eran los santos con vestidos resplandecientes, que parecían nadasen en el purísimo cielo. Y a su alrededor resonaban cantos de alabanza hacia el Señor. Ante un canto tan soberanamente dulce y silencioso, los hombres callaban inquietos; sólo con el corazón elevaban alabanzas al Altísimo.

Y apareció en lo alto el santo símbolo de la cruz, prenda de salvación para los justos y de etemo castigo para los rebeldes; y ella a los unos llevó alegría y a los otros debilitó las fuerzas para siempre.

Ni un soplo de viento: no temblaba ni una hoja en los arboles, sólo se oían llantos y suspiros, mientras que los más animosos esperaban el supremo juicio, con la cabeza baja, en silencio. El coro angelico continuaba el canto puro que es la oración, aquel que sólo saben elevar las falanges angelicas. Y he aquí que aparecieron sus luminosas hileras rodeando la cruz, como guirnaldas, mientras su canto, leve, se levantaba sutilísimo hacia la bóveda celeste. !Que bello era su aspecto! A miles, con un crujir de alas, descendían de la amplia boveda formando como una cortina blanquecina.

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Al inesperado sonido de las trompetas latió fuerte el corazón en cada pecho y todo ser humano esperó paralizado por el terror mientras los querubines entonaron más fuerte el canto de la gloria del Señor, Dios de todo pueblo. El celeste coro relucía todo con una viva luz haciendo parecer pálida -al compararlas- la luz de las estrellas. Así el mundo inmortal descendía entre los hombres para despertar la fe: y poco a poco de todos los corazones se desvanecía el dolor y con ello cesaron los suspiros.

Y calló, de golpe, tambien, el sonido celestial, calló el temblor de las almas. El aire parecía dormir: los úItimos acordes se apagaron, rompiendose bruscamente, y de nuevo a todo y a todos envolvió el miedo.

Era terrible el silencio: no se oía alrededor ni un solo respiro.

En medio de aquel silencio, El descendía del cielo: El -?quien?

Era Cristo, nuestra Gloria, del que está lleno todo el universo... !Oh, con que alegría encendió a todas las almas! Subían al cielo invocaciones en varias lenguas, pero unico era el pensamiento de todas las mentes y este pensamiento, como un nuevo himno se desprendía de todos los labios.

Cristo resplandecía, igual a un sol radiante en lo alto del cielo y a el subía el himno, que se perdía despues, alegre y victonoso, en lo infinito. Y se elevaban hacia el, alborozados, aquellos que eran dignos (* «Despues nosotros, los seres vivienles que hayamos quedado, seremos junto a eDos arrebatados hacia las nubes, a encontrar al Sehor en el aire; y asi esraremos siempre con el Señor». (Los Tesalonicenses, 4,17).): y Cristo fue rodeado por una corona de universal gloria, con ternura miraban los pueblos su rostro y comparaban con el las 7 imágenes terrenas de el, para vivificarlas en la fuente misma del Amor. Era su rostro de una belleza inefable, y la aureola dorada resplandeciente de infinitos rayos. De el emanaba bondad y todo el cielo se embellecía con su santa presencia...

Y las almas de los muertos vinieron a los lugares donde un lejano día fueron sepultados sus cuerpos; y aquellos que no tenían la tumba asumieron el aspecto que tenían en el momento de su muerte (** «Y elmar devolvió los muertos que estabm enel; igualmente lamuerte yel infiemo devolvieron a sus muertos; y ellos fueron juzgados, cada uno segun sus obras». (Apocalipsis, 20: 13).). Cristo les dio de nuevo la vida, como la Primavera con las caricias del sol da vida a los campos y a los jardines. !Que solemne!, jque esplendido es el Salvador extendiendo los brazos sobre el mundo!

Por voluntad de Dios resurgió toda la gente, como despertada de un largo sueño, por la renacida acción de la chispa vital. Aparecieron miradas de rostros nuevos despertados despues de un largo correr de siglos. . .

Y al volver a mirar a Cristo, las almas de la multitud colmadas de alegría espintual y copiosamente, descendía, dulce, el llanto.

Montes, colinas y llanuras, todo estaba cubierto de gente, y tanta era la multitud en cada lugar que nadie podía dar un paso. Ante tan alta aparición los callados labios se abrieron y todos los pueblos cantaron alabanzas al Unico, Supremo Dios: «!Gracias al Salvador por la salvación de los hombres! jGracias a El, el Excelso!»

Así el coro terrestre se unía en un canto único de alabanza al coro celeste. Y calló el coro con estas palabras: «! Hoy Cristo mismo 8 está con nosotros!» De nuevo todo cayó en el silencio; pero a cada uno, en la espera, le latía febril e inquieto el corazón; y Cristo rompió el silencio volviendo a llamar a todos con el sonido de su voz: «! He venido a vosotros como os había prometido y aunque vosotros no me esperaseis!»

Con dulce aspecto, miraba a las turbas con sus maravillosos ojos, y cuando abrió los brazos aparecieron en sus manos las cicatrices de la cruz. Y su voz, que descendía a las almas, dijo: «os conduzco, hijos míos, en nombre del purísimo Amor al reino inmortal». Se separaron los justos de la tierra y subieron -inmensa falange- cada uno al propio puesto.

Ahogados por el denso llanto quedaron los pecadores; callaron los impúdicos labios de los impíos y blasfemos y todos, con la cabeza baja, doblaron las rodillas delante de Cristo. Eran muchos, inmensa multitud, pero todos inclinaron resignados la cabeza ante la sabia voluntad divina; de los rostros de los malvados cayeron las máscaras poniendo al desnudo sus almas, que reveló la angustia.

Me volví en torno: joh que grandioso espectaculo!

Yo vi, unos junto a los otros, los muertos y los vivos, inmensa multitud que parecía llenar el universo; allí había gente de todas las naciones, de todo tiempo y de toda edad; faltaban los niños que, despues de muertos, son acogidos en especiales lugares destinados a ellos.

En tierra había una multitud de personas, despues otra más arriba, escalonadamente, de modo que parecía que los úItimos se confundiesen con el cielo azul. Todos juntos formaban un enorme círculo regular y en medio de ellos estaba Cristo en un gran espacio, luciente y luminoso, inundado por su propia luz, de modo que frente 9 a El palidecía hasta el bnllante cáliz con los tres rayos que partían de el similares a tres caminos y que se alargaban, apenas visibles, hasta el extremo horizonte. Y yo observe que cuanto más cerca de Cristo estaban las almas, más luminosos eran sus rostros y más alegres ellas mlsmas.

Y empezó a explicarme mi compañero:

«! Mira!, todos estos recogidos aquí que forman círculos regulares, están dispuestos según sus meritos o virtudes. Aquí ya no se pide a nadie la confesión de las pasadas culpas, de los vicios o pecados. El Omnipotente y Omnisapiente Espíritu Santo ha señalado ya el puesto a cada uno; por consiguiente, cada uno tiene el puesto que ha merecido en su vida. Cuanto más puro e íntegro haya sido en vida, más cerca de Cristo se sienta. Sabe tambien que todos aquellos que han resucitado para el Supremo Juicio han olvidado lo que ha ocurrido despues de ia muerte y han conservado sólo el recuerdo de la vida eterna. Y están aquí serenos, llenos de inquebrantable fe en la Justicia del Creador, en espera de ser juzgados. Aquí abajo estan los pecadores, a los que no se les concede separarse del suelo, y ellos miran con un sordo sentimiento de envidia la felicidad que se manifiesta en los rostros dulces de aquellos que están cerca del Señor».

Miré entonces a ellos y vi cómo lloraban impotentes. Pero era vano aquel llanto. Los infelices, impresionados por la augusta majestad de Cristo Dios, corrían aquí y allá buscando descanso, llenos de angustia, sin atreverse a levantar los ojos para mirar a Cristo, al que no habían querido reconocer en vida.

En aquel instante se oyó la voz del Salvador penetrar en todos los corazones: «Abrid los ojos, ciegos, y recibid toda la visión celeste. Volved a mirar por úItima vez vuestro aspecto terreno y recordad lo que habeis visto y lo que habeis vivido: todo se grabará eterna 10 mente en vuestra memoria. Y mientras todo vuestro cuerpo caduco asumirá formas más imperfectas, os dejare, sin cambiar vuestros ojos, voces y cabellos».

Una nube ligera ocultó al Señor a los ojos de su pueblo y no fue ya más visto.

Y yo pregunte al compañero cómo era posible que todos, gentes tan diversas, hubiesen comprendido las palabras de Cristo; y el me respondió que lo que dice el Señor está claro para todos, independientemente de la nacionalidad, porque su palabra cada uno la oye en su lengua materna. Y añadió tambien:

«Dentro del reino celeste, todos olvidaran las lenguas habladas en la tierra y se comunicarán en un lenguaje común a todos».

IV

Cuando Cristo dejó de ser visible para la multitud, cada uno, mirando en torno a sí, empezó enseguida a reconocer a los que conoció en su vida; y un maravilloso y multicolor cuadro ofrecía aquella multitud compuesta de diversos pueblos, procedentes de distintas regiones y que vestían todavía los vestidos y ornamentos llevados en vida.

Había viejos y jóvenes aún en la flor de los años, hombres ncos con vestidos suntuosos y mendigos; los reyes, los emperadores y dirigentes estaban junto a los simples soldados y los cortesanos soberbios junto a los campesinos y la dama de alto linaje junto a las simples pueblerinas; allí estaban monjas y frailes y despues, a montones, comerciantes, pordioseros, ministros, servidores y sacerdotes, los sanos y los enfermos, todos cubiertos de llagas, y los jorobados y 11 tullidos, todos estaban aquí; pero uno del otro no se distinguía ya por aquello que tenía en la tierra, sino por sus virtudes. Por voluntad divina, todos habían recuperado el aspecto que tenían en el momento de la muerte.

Y he aquí que disipó la blanca nube y en su lugar las turbas vieron en lo alto majestuosos apóstoles y profetas, de canas venerables. Y hacia ellos de io alto del cielo descendían dos santos, con los vestidos que tuvieron en la hora de su muerte. Uno de ellos era alto y delgado, con el pecho desnudo cubierto de pelos y le caían por los hombros los cabellos negros, apenas plateados. Fulgurante brillaba la mirada del Gran Profeta bajo las fruncidas cejas y todo su aspecto, majestuoso y viril, impresionaba. Llevaba en la mano un largo bastón que terminaba en forma de cruz y su cuerpo estaba rodeado de pieles de animales. El otro, en cambio, era un santo, en todo el mundo conocido y venerado por sus milagros. Llevaba la vestimenta arzobispal de fiesta y en la cabeza relucía una mitra incrustada de piedras preciosas, y en el pecho una cruz de oro y diamantes.

Y detrás de ellos de nuevo, en un mar de luz, apareció el Rey de Reyes, acogido con gntos de victoria y fue a ponerse entre los santos.

Y el Salvador, volviendose a su gente, levantó en alto sus manos luminosas en acción de bendecir, y dijo: «Arrojad fuera de vosotros todo lo que habeis tenido en la tierra, que no es otra cosa que polvo y que ahora ya no os sirve. Vestid de ahora en adelante sólo los vestidos que os dio la Madre Naturaleza. Volveos con alegría hacia la vida nueva y terminen para siempre entre vosotros discordias o guerras y sean los pueblos como hermanos. Desde ahora 12 mueran entre vosotros el mal y las bajezas y nunca nazca un solo pecado. En adelante sereis felices, serenos y dulces como los ángeles. Ya no os atacarán la muerte, las enfermedades o las separaciones entre vuestros seres amados y estareis siempre con vuestros iguales, mientras que los que están más arriba en el camino de la perfección los vereis sólo los días de fiesta. Desde ahora no habrá ya más deformes o enfermos, ni el viejo se distinguirá del joven, porque tendreis todos la edad que yo tenía cuando vencí a la muerte: treinta y tres años. Y estas figuras las conservareis siempre inmutables, porque vosotros sois para mí los herederos del Universo, desde el momento en que amasteis lo que yo amé».

El Redentor levantó en alto los brazos, y una nube densa envolvió a todas las cosas; y cuando se disolvió, la tierra presentaba un aspecto distinto. Aunque nadie había cambiado de sitio, sin embargo el aspecto de los rostros y de los cuerpos se había renovado completamente; los nuevos rostros estaban llenos de vida y en ellos afloraban sonrisas de felicidad. A duras penas conseguían reconocerse a sí mismos los viejos y los enfermos, y junto a ellos había un número incalculable de santos, con el cuerpo rodeado de aureolas luminosas y de muchos colores. Todos tenían vestidos de varios colores, ligeros y amplios, bien distintos de los terrestres, y tejidos con una sustancia dulce y perfumada igual a aquella con que están hechos los petalos de las rosas. Todos resplandecían con una viva luz y parecían figuras diáfanas; y todos tenían la mirada fija en el Salvador.

Mientras tanto el Señor reunió a los ángeles y les ordend acompañar a los cielos a los justos, precediendoles en el vuelo. Y los 13 ángeles subieron volando, seguidos de aquellas almas santas a las que el aire celeste sostenía, sin que fuesen aladas. Así ascendían en amplios círculos. Los pecadores, en tanto, quedados abajo en la tierra, seguían con ojos ávidos el sublime vuelo que ellos envidiaban.

V

De pronto resonó por el aire un terrible trueno y se entrevieron en la lejanía las falanges de las fuerzas infernales que se metían entre las nubes de neblina, siniestramente iluminadas de rojo; y al ver la roja nube que se acercaba, los pecadores, invadidos por un miedo espantoso, empezaron a correr sin saber dónde, invocando salvación y tropezando unos con otros. Pero de la parte opuesta se acercaba una enorme serpiente silbando y enmarcando el dorso cubierto de lucientes escamas, levantando sus mil cabezas espantosas. Aquel monstruo representaba a la fuerza de las tinieblas que crea los pecados, que encuentran asilo en el tetrico infierno. Gritando malvadamente, contentos los espíritus malignos empujaban a los pecadores contra la serpiente y esta se acercaba a ellos levantando las mil cabezas y traspasando a los míseros con mil punzadas de sus ojos malignos. De las fauces eructaba fuego y humo, esparcía en torno un horrible olor: así se iniciaba el tormento eterno para aquellos que pecaron en la tierra...

En aquel instante descendía de lo alto la inesperada salvación, entre vírgenes hermosas y blancas que la rodeaban cantando armoniosamente:

«Entre nosotros, Santa Virgen amada,

de espiritual belleza, oh Beata, 14

y de amor, se han reunido,

Gloria a Ti, por siempre alabada»

«Que tan bella y luciente apareces,

Protectora piadosa, y siempre

estás pronta a acoger la plegaria

de un alma doliente que implora».

Su rostro estaba adornado de una belleza espiritual indecible, y aunque nunca lo había visto yo antes, me pareció conocerlo desde hacía tiempo. Y otro coro en tanto continuaba el dulce canto:

«Tu diste la materna caricia

a tu Dulce Niiio Jesus

y lloraste con gran tristeza

a la cruz de Cristo».

Su aparición reanimó a los pecadores que fueron presos de un secreto presentimiento alegre, cuando Ella se acercó a Cristo y levantando hacia El la mirada llena de esperanza habló con voz suavísima: «Dime, oh Señor, ?dónde están aquellos para quienes te pedí perdón?»

«!Están aquí!», respondió Cristo. Los ángeles pronunciaron sus nombres y los pecadores abrieron sus labios hasta entonces mudos, invocaron el nombre de Ella, extendiendo en alto los tremulos brazos, y el Señor dijo: «A vosotros, que elevasteis con fe la oración a mi Madre y con amor os dingisteis a Ella pidiendole la gracia de la remisión de los pecados, os perdono». Apenas hubo pronunciado estas palabras, los absueltos ascendieron al cielo. En su mayo parte eran mujeres y estas hicieron una corona alrededor de la Elegida que, ardiente de gozo su rostro, dobló las rodillas delante del buen Hijo. Despues, ascendió de nuevo a lo alto, al Empíreo, seguida 15 del vuelo de todos los perdonados.

Y surgió entonces el Gran Profeta de la Cristiandad que, inclinando la cabeza ante el Redentor, rezó así: <.jOh Señor! Tú sabes que durante toda la vida yo he condenado inexorablemente el vicio y todo pecado. Pero cuando, al termino de mi vida terrestre, vine junto a ti, escuche con atención y benevolencia las plegarias de aquellos que, aun pecando, han honrado en la tierra mi nombre y se han dirigido a mí para pedir clemencia, ya que no se atrevían a presentarse directamente a Ti temiendo Tu alta justicia. Y ahora, en el día del Juicio final, oh mi Señor, te ruego, perdones, por tu inmensa misericordia, a los hombres que te han ofendido con sus pecados». La voz cálida del Profeta temblaba frente a Cristo. Y este dijo: «Por tu plegaria, sean perdonados los pecadores que, aunque se desviaron de mis mandamientos, sin embargo, conscientes de su pecado, se dirigieron a ti, arrepentidos, para pedir la salvación».

De nuevo se oyeron gritos exultantes y tambien en pequeñas bandadas los pecadores subieron a los cielos. Y entonces el Gran Santo se acercó a Cristo y de rodillas pidió perdón para aquellos que, sin conocerlo, vivieron justamente amando el bien y huyendo del mal, Y dijo Cristo: «Sí, será como tú pides. A aquellos que odian el mal y obran el bien, yo no les culpare. Ellos no conocen la pila bautismal, pero estarán lo mismo conmigo, aunque separados de los cristianos. A todos aquellos para los cuales me has pedido la gracia, concedo mi perdón». Despues de estas palabras, se levantaron del suelo todos aquellos que, no siendo cristianos, amaron el bien y honraron a la verdad, junto a muchos otros admitidos en el cielo por intercesión del Gran Santo.

Y de nuevo la bóveda celeste se iluminó con la imagen de María Virgen que, ricamente vestida, venía por el aire triste y silenciosa.

16 «?Por quienes vienes ahora a suplicar?» -le preguntó su Hijo, Dios-, y ella respondió: «Vengo otra vez para aquellos por quienes han rezado las madres, vertiendo rios de dolorosas y sinceras lágrimas; perdona, en nombre del amor matemo, a aquellos por quienes rezó este amor». Y una vez más, como una onda sonora, los gritos alegres de los pecadores perdonados llenaron la tierra y una multitud de gente, cambiando la expresión del rostro, del dolor a la alegría, subieron al cielo. Y en torno a Cristo surgieron en luminoso tropel Santos y Santas, flores de suave y delicada belleza. Y ellos, unos despues del otro, intercedieron por los pecadores que en la tierra, rezando, habían recomendado a ellos sus almas. Cada plegaria fue atendida y una nueva y mayor multitud ascendió en bandadas jubilosas al cielo, al reino de la luz y la paz eterna.

Entonces, los primeros secuaces de Cristo, los santos Apóstoles, elevaron a Cristo preces para los pecadores que en vida fueron sus devotos. Y Cristo dijo: «No puedo negar esta gracia a vosotros, mis discípulos dilectos, a vosotros que creisteis en mí los primeros», y volviendose a los pecadores que, con el ánimo suspenso seguían las preces de sus intercesores, añadió: «Perdono a los que rogaron a mis apóstoles, que enseñaron en la tierra la verdadem reli gión». A estas palabras, los pecadores absueltos, con alegres gritos ascendieron leves, junto a los Santos Protectores, hasta las ilimitada alturas celestes.

Quedó solo, en el fondo azul del cielo, Cristo irradiante de un; luz infinita, y de nuevo se acercó a su hijo la Madre Santa y viends la inmensa multitud de pecadores que aún estaba en la tierra, estuv callada y lacnmosa, opnmida por la vista de los pecadores que fija ban en Ella sus miradas dolorosas y tendían hacia Ella sus brazo temblorosos. Y escuchando el conmovedor gemido dijo, entre llan tos: «! Tú, que eres el Omnipotente, perdona a todos! Ellos saben qu tu condena es justa, pero el día del Juicio Universal será más bello si 17 se iguala en alegna al día en que resurgiste de los muertos y en el que el perdón llegó hasta el profundo infierno». Y sobre la frente del Salvador se conmovió la leonada cabellera.

Y dijo a la Purísima: «Tú juzgas así con tu alma de fe y de bien. Pero, ?pueden estos, eternos rebeldes, estar junto a los justos que he premiado?»

Calló la Virgen, y sólo su triste mirada continuó diciendo: «! Gracia!», y ella quedó tan triste y callada, suplicando a Cristo. Y el Salvador, cediendo a su venerable Madre, perdonó al mejor entre los pecadores de cada estirpe, y despues ascendió, teniendo junto a sí a su Santa Genitora.

Subían como las espirales del incienso suben levemente desde el altar, esparciendo alrededor suavísimo perfume, mientras que detrás de ellos, sobre el fondo de la azul inmensidad irradiaba la luz eterna, esa luz que sólo puede iluminar Cristo y su Divina Madre.

 

Nota de João Bianchi - Este texto foi scanarizado e transformado em caracteres através dum OCR, portanto pode apresentar muitos erros ortográficos que não constam do original.

Logo que possível incluirei a tradução em Português.

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